Category: Martín Fraire


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De aventuras en tiempo pasado

No es casual que la nueva película de Wes Anderson comience con la narración de cómo se compone una pieza musical. Mientras una voz a través de un grabador le explica a un grupo de niños la conformación integral de una partitura compuesta por Benjamin Britten, el espectador será testigo de la forma en que trabajan los distintos elementos que cobran valor en conjunto para dar forma a eso que llamamos cine. Cuestión aún más evidente aquí, donde el marionetista detrás de dichos elementos es uno de los grandes nombres de la puesta en escena moderna.

Porque el secreto en el cine del realizador de Rushmore, Los excéntricos Tenenbaum, Viaje a Darjeeling, entre otras muestra con Un reino bajo la luna que no sólo es un gran dominador del séptimo arte, sino –en tanto mayor valor- que es capaz de recrear mundos con vida, mecánica y estructura propios.

Aquí, aquel caos ordenado será enrevesado por Sam (Jared Gilman) y Suzy (Kara Hayward) dos preadolescentes que deciden escapar de sus familias (una pareja de abogados y un campamento boy scout respectivamente) para dar rienda suelta a las libertades que los preceptos adultos consideran aún prohibidos.

De esta forma, la música, la pesca, el baile, la danza, las lecturas nocturnas, el despertar sexual, el primer beso, los roces, serán parte de una experiencia que promete extenderse hasta la todavía lejana madurez. Porque bajo la promesa de vivir en aventura entre los dos ahora fugitivos habrá una unión que ya no perecerá: la de revelarse ante una idea social que encuentra en el silencio su único modo de supervivencia.

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En este deseo radica el verdadero sentido del film de Anderson. No casualmente, la película se desarrolla en una pequeña isla de Nueva Inglaterra durante los años ’60; allí donde desde el hoy, todo tiempo pasado representa la planificación surrealista del sentido de la vida en una infancia que no entiende de cobardes retrocesos, sino todo lo contrario.

Para reforzar esa idea, mientras buena parte de los adultos (un elenco compuesto entre otros por Bill Murray, Frances McDormand, Edward Norton, Bruce Willis, y Tilda Swinton) salen en su búsqueda –e insisten en ocultar sus propios deseos- la cámara acompaña a la pareja protagonista desde su altura, siempre en movimiento e implicando una cercana complicidad entre el espectador y los personajes.

Aún así, el punto fuerte de Un reino bajo la luna (y a esta altura una condición obligada en toda la filmografía de Anderson) es cómo conviven sus extraños seres dentro de ese devenir melancólico y organizado.

Llevado al punto extremo, son tantos los detalles en cada plano, tantas las partes que convergen en este mundo onírico que resulta –a falta de mejor vocablo- encantador. Los detalles del universo creado por el director no buscan prioridad; pero resuenan desde el lugar menos pensado para dar forma a esta fábula nunca infantil, aunque siempre conscientemente ingenua.

Destinado a convertirse en film de culto, Un reino bajo la luna apela por último a la participación del espectador para explotar sus totales capacidades. Porque de la misma forma en que esos niños comprenden cómo se conforma aquella obra musical al principio del relato, nosotros deberemos tomar parte, delimitar y descubrir cada construcción individual, para darle coherencia dentro de la historia.

En otras palabras, y como en esos tiempos donde el mayor desafío pasaba por enfrentar al mundo envueltos en peinados de gomina y pantalones cortos hasta las rodillas marcadas por los quijotescos tropezones (de la plaza, la escuela o el patio de casa), Wes Anderson nos invita a jugar. O puesto de otro modo, a ser niños otra vez.

 

Por Martín Fraire

Más información sobre la película en IMDB

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Licenciado en Periodismo. Crítico de Cine.

Notas para el blog:

Rápido y furioso 6

Infancia clandestina

Elefante blanco

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Fast & Furious 6 trailer capture

Sexta no es reversa

Bien sabido es que a mayor número de secuelas tenga una franquicia en Hollywood, más cerca se encuentra de su propia sentencia. Aún con reservas, la saga de Rápidos y furiosos puede ser una (pequeña, vamos) excepción a la regla.

Luego de levantar el listón a lo grande con una contundente quinta parte, el director taiwanés Justin Lin (a cargo desde el tercer capítulo) reúne al equipo completo y suma otros de relevancia para ofrecer un film cargado de testosterona, acción… e inverosímil.

Esta vez la excusa para hacer rugir los motores en distintos países del mundo (Inglaterra y España principalmente) es la aparición de una organización criminal que también opera sobre ruedas. Tras la pista de los maleantes va Hobbes (Dwayne Johnson) ahora ayudado por Toretto ( Vin Diesel) y su troupe, quienes descubren que Letty (Michelle Rodríguez), a quien creían muerta, no sólo está viva sino que integra el equipo rival.

Héroes con consciencia moral del lado de los malos no es una idea cómoda para el cine industrial, entonces los antes ladrones cambian de bando con la condición de una amnistía de dudosa justificación. Así, las habilidades y talentos de cada personaje responde ahora al mucho más ético planteo de, simplemente, atrapar a los malos para poder volver a casa.

Sea esta, sin embargo, la excusa para poder ofrecer una convincente cantidad de escenas de acción desarrolladas con gracia y solvencia. Lin usó toda la experiencia adquirida, ubicando siempre la cámara en el centro de la acción y evitando caer en la confusión, una triste costumbre en el género.

Puede que los 130 minutos de metraje resulten excesivos y que éstos sean más notorios cuando la película busque profundidad a través de sus personajes, pero lo cierto es que Rápidos y Furiosos 6 deja de lado su costado misógino (que lo tiene, aunque esté un poco más tapado por las explosiones) para ofrecer un trabajo con no pocas piruetas reales y todo tipo de vehículos destruyendo y siendo destrozados.

Ahora bien, que los mensajes sobre los valores y el cuidado de la familia por sobre todas las cosas son subrayados hasta el hartazgo ya no es una sorpresa. Tampoco lo es, sin embargo, que esta sexta entrega sepa dónde está parada y ofrezca lo que promete. Que la diversión devenida en pirotecnia y puños sean suficientes para pagar una entrada al cine, eso ya es harina de otro costal.

Por Martín Fraire

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Veo, veo (¿qué ves?)

¿Cuántas veces la mirada infantil ha servido como excusa para establecer una reflexión lo más certera posible respecto a un proceso político concreto en el cine? El punto de vista, sin embargo, no es ingenuo. Allí donde está Juan, un niño que vuelve al país del exilio en 1979 para la contraofensiva montonera de la que sus padres serán parte, está también el director Benjamín Avila.

Desde ese lugar, nexo entre ficción y autobiografía, Infancia clandestina postula sus no pocas ideas respecto a la lucha armada de esos años, sin entablar para ello verdaderos juicios de valor maniqueos.

Luego del notable prólogo y con la familia (padre, madre, niño y beba) ya instalada en Argentina, conocemos al mencionado Juan. Heredero de su nombre por Perón, deberá llevar adelante una suerte de doble vida: en la escuela se llamará Ernesto, como el Che, y deberá fingir acento cordobés.

Allí donde enseñan que la conquista española significó la llegada de la civilización a América, Ernesto conocerá a los primeros amigos, los primeros amores y las primeras revelaciones. En el medio, y mientras sus padres intentan cumplir con los objetivos establecidos, será el tío Beto (enorme trabajo de Ernesto Alterio) quien entable el nexo más cercano.

De esa manera, entre falsos cumpleaños y cajas de chocolate con maní que pueden simbolizar a las mujeres y a la lucha armada de forma paralela (las ambigüedades, como los espejos, no tendrán apariciones ingenuas en el total de la trama), Ernesto –que, a no olvidar, es Juan- deberá fluctuar entre una supuesta vida normal y el peligro de cada acción ejecutada por fuera del plan.

En su primera ficción, el realizador del documental Nietos (identidad y memoria) utiliza un lenguaje de dos vías para representar la posición de su protagonista. El primero, certero, seco; con la capacidad suficiente para reconocer la valentía de los militantes montoneros pero también para tomar distancia y ubicar un manto de duda en el propio seno del hogar/cuartel que sirve como base. El segundo será pura utopía -a veces imaginativa, a veces no tanto- a través de pasajes animados que lejos de generar una distancia con las situaciones expuestas, realzan aún más su significado.

Infancia clandestina es, entonces, una suma de aciertos. Vea por donde se lo vea, el film no hace otra cosa que proponer una mirada con verdaderos rasgos de frescura aún respecto a un tema que ha sido objeto de estudio (y lo seguirá siendo) en innumerable cantidad de ocasiones para nuestro cine. Doble mérito.

Pensar la militancia política desde la subjetividad infantil, es poner de manifiesto un contexto tristemente célebre desde una perspectiva diferente. Ávila y su equipo (técnico, actoral) logra humanizar su mensaje sin priorizar posturas. He ahí el mayor rasgo de su película: una historia, cuanto más honesta, más sentida. Y aquí, lo que sobra, es respeto. Por los hechos, por la memoria y por el espectador.

Por Martín Fraire

Entrevista al Director (en Espacio CIne)

Otra nota para Mirar y Ver sobre esta película

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(por Martín Fraire) La última película de Pablo Trapero devuelve al cineasta más comprometido con los temas de corte social, luego del coqueteo con el cine negro de la notable «Carancho». Y así como «Elefante blanco» profundiza en las constantes desgracias que provoca la marginalidad, es también la excusa perfecta para volver a poner sobre el tablero las piezas que el cineasta mejor sabe usar: las de desmitificar las instituciones.

Porque así como el padre Julián (Ricardo Darín) es mostrado primero sin su túnica, el film no intenta explotar la problemática de la pobreza, sino de analizarla desde su interior y ubicarla en un contexto.

A través de los ojos del cura Nicolás (el belga Jerémie Renier), un sacerdote que llega hasta al país rescatado por su amigo y colega de un trágico suceso para trabajar codo a codo en la villa, el espectador se adentrará y “descubrirá” las formas, los códigos de ese complejo micro mundo que parece funcionar de manera autónoma.

Ambos, junto a una trabajadora social (Martina Guzmán), intentarán devolverle la dignidad a un sector que parece haber sido olvidado por el propio sistema. Símbolo  de ello es el Elefante blanco al que alude el título, una obra que prometió ser el hospital más importante América Latina pero que nunca llegó a ser terminada.

Precisamente a través de sus personajes Trapero desarmará los estereotipos de esas organizaciones. No habrá aquí curas de póster ni héroes de cartón; en todo caso aparecerán hombres y mujeres capaces de creer, de cuestionar, de llevar adelante situaciones por el sólo hecho de hacer lo que es debido…  al fin y al cabo hombres y mujeres de fe (más allá de su connotación religiosa).

Desde ese lugar, el realizador de El bonarense, Mundo grúa y Familia Rodante entre otras va a pormenorizar en la eterna lucha de clases que surge por la encomiable necesidad de la vida digna con recursos por momentos incómodos. La violencia, la droga y el narcotráfico van a ser mostrados con una cruel naturalidad, en un ambiente donde la vida y la muerte dependen tanto del destino y el azar, como la suerte de cada uno de sus habitantes.

Necesario será aclarar también que el relato funciona gracias al muy bien trabajo del trío protagónico. Darín vuelve a demostrar que es capaz de hacer creíble cualquier tipo de papel y que tiene peso propio delante de la cámara; Guzmán, más al margen de la historia central, ofrece otro buen desempeño y Renier (un habitual en el cine de los hermanos Dardenne) sirve como nexo para la “inmersión” en esas situaciones que pronto dejarán de ser ajenas, con un personaje que crece junto al propio relato.

Película de planos secuencia, de una ambiciosa puesta en escena, Elefante blanco es un sólido relato sobre los distintos puntos de vista que acarrea un mismo mal. Con homenaje incluido hacia la figura del ya mítico padre Carlos Mujica, Trapero concluye que aún en la peor de las oscuridades, siempre que haya alguien dispuesto a prestar atención a las necesidades de los demás habrá posibilidades de hacer de éste, nuestro mundo, un lugar mejor.

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Por Martín Fraire para Mirar y Ver