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El cine en el cine

Todo lenguaje tiene la posibilidad de la auto-referencia. Como un hombre que tiene en su mano un dedo curvo: intenta señalar los objetos del mundo, pero se termina por señalar a sí mismo. El lenguaje audiovisual del cine no es una excepción. Desde un comienzo, un realizador de cine debe saber que las reglas de un lenguaje específico se interponen siempre entre su intención de representar y el objeto representado. En otras palabras, entre el autor y el mundo se interpone el lenguaje cinematográfico (muchas veces, como herramienta; otras veces, como obstáculo). Incluso es posible que ese realizador nunca pueda atravesar el medio del lenguaje y se quede atrapado en él. El lenguaje del cine puede convertirse entonces en un mundo autónomo de referencias, donde únicamente importan sus propios acontecimientos y leyes: la iluminación, la edición, el montaje, la fotografía, las cámaras, el sonido, la dirección de actores, etc. Los actores, guionistas, directores y productores son curiosos animales que viven allí en cautiverio. El presente ciclo muestra la experiencia de realizadores que se encuentran atrapados en el lenguaje del cine, pero lo saben perfectamente. En lugar de quedar sujetos inconscientemente a las imposiciones del mundo autónomo de la producción cinematográfica, cada uno de ellos reflexiona explícitamente sobre estas imposiciones (técnicas, económicas, sociales, discursivas, etc.). En este ejercicio de reflexión, el cine se observa a sí mismo en una imagen implacable y sin mentiras piadosas, como la imagen que devuelve el espejo. Únicamente en el marco de este proceso reflexivo, puede comprenderse la brillante metáfora del film El Desprecio de Jean-Luc Godard: un director de cine (Fritz Lang) se interpreta a sí mismo.

Una narrativa en suspenso, que nunca llega a la historia como fin en sí mismo y se desvía por los senderos de la auto-reflexión.

(texto de presentación del ciclo creado por Luciano Corsico y Martín Ortiz)

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La postmodernidad es apocalíptica: aunque no nos habla del fin del mundo, declara su radical y absoluta pérdida de sentido. Los viejos conceptos que orientaron el curso de la civilización ya no tienen ningún significado trascendente: Dios, el bien moral, la historia, la lucha de clases, etc. El discurso postmoderno parece decirnos que la especie humana no desaparecerá en una gigantesca catástrofe (por ejemplo, como resultado del uso de armas de destrucción masiva), sino que se disolverá paulatinamente, luego de una larga y lenta agonía. La sensación de cansancio y de agotamiento de la humanidad atraviesa toda la cultura postmoderna (incluyendo, desde luego, a la producción cinematográfica). Durante la segunda mitad del siglo XIX, el gran pensador alemán Friedrich Nietzsche diagnosticó la inevitable caída en el nihilismo de toda la civilización occidental y sus sarcásticas observaciones han influido de forma decisiva en los intelectuales contemporáneos de la así denominada “postmodernidad”. Frente a la indigencia vital del hombre europeo, Nietzsche proponía como remedio su teoría del superhombre y una radical inversión de los valores de la cultura occidental. Por ese motivo, no es casual la incorporación de una anécdota que compromete a Nietzsche en la introducción de la película El caballo de Turín del director húngaro Béla Tarr. Según esa anécdota, Nietzsche se encontraba caminando por las calles de Turín, cuando observó al conductor de un carruaje que azotaba ferozmente a su caballo. Nietzsche se sintió tan conmovido por la visión de esa escena que se interpuso inmediatamente entre el caballo y su colérico amo. Luego de pedirle disculpas al animal por la brutalidad de los hombres, corrió a su casa y abrazó llorando a su madre al tiempo que exclamaba: “Mütter, ich bin ein Dummer!” (Madre, soy un idiota). Se cuenta, además, que ése fue uno de los últimos momentos de lucidez en la vida de Nietzsche: luego de ese episodio, quedó postrado por un colapso nervioso hasta su fallecimiento en el año 1900. Independientemente de su valor de verdad, la anécdota narrada por una voz en off quizás cumpla una función simbólica en el contexto de la película. Friedrich Nietzsche (el brillante filólogo, el joven profesor de la Universidad de Basilea, el enorme pensador que influyó sobre generaciones enteras de intelectuales europeos) queda reducido a escombros delante de su madre y reconoce su propia estupidez en un gesto patético. Quizás, de una manera críptica, Nietzsche también reconoce en ese mismo acto que su antídoto contra el nihilismo es ineficaz: el hombre occidental (junto con toda su cultura) está condenado a desaparecer de forma lenta e inexorable.

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El caballo de Turín (2011) es precisamente un complejo criptograma visual que expone y reconstruye un proceso de agonía. La narración adopta como punto de partida la anécdota (verosímil o no) de Nietzsche en las calles de Turín y luego se pregunta por el destino del caballo. Según palabras del propio director, la película está dividida en seis capítulos que representan una contrapartida apocalíptica de los seis días que Dios utilizó para crear el mundo. El argumento presupuesto aquí es: si el mundo fue creado en seis días, puede desaparecer durante el mismo período de tiempo. La historia involucra al caballo que conmovió a Nietzsche, al dueño de ese caballo y a su hija. Los seis días muestran un lento y angustiante proceso de disolución de la vida (en un sentido literal, la vida de los personajes; en un sentido simbólico, quizás, la vida del hombre occidental y su cultura nihilista). Al igual que en el histórico western de Victor Sjöström The Wind (1928), los personajes se encuentran acorralados por las furiosas ráfagas de un viento casi personificado y antropomórfico. Sin poder abandonar la pequeña cabaña en la que se encuentran, el hombre y su hija están obligados a contemplar como testigos impotentes la progresiva desaparición de sus escasos bienes: las menguantes fuerzas del caballo, las patatas, la leña, la ración de palinka (una bebida húngara de alta gradación alcohólica), el agua del pozo y finalmente la misma luz que ingresa por la ventana. La obscuridad final se propaga en insondables fotogramas negros que representan la muerte (de los individuos, de la especie, de la civilización).

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El trámite del film es riguroso y agobiante. Al mismo tiempo, demanda la atención de un espectador predispuesto reflexionar sobre la muerte, sobre la pérdida de sentido de la existencia humana, e incluso sobre las peripecias del propio discurso cinematográfico. Diversos elementos visuales y auditivos contribuyen a generar una atmósfera de angustia constante: la fotografía en blanco y negro, los interminables planos secuencia que registran las acciones mecánicas de los personajes, los diálogos escasos o fallidos, el motivo musical que se repite como un loop melancólico y desesperante. Si esto fuese un artículo científico, introduciría aquí la siguiente nota a pié de página: al propio silbido del viento corresponde (sobre todo cuando los personajes se encuentran en el interior de la cabaña) un ritmo y una cadencia particular, que genera el mismo efecto de angustia en los espectadores. En medio de esa atmósfera, se desarrolla la misma secuencia de acciones como parte de un ritual de estoica aceptación de la muerte. En primer lugar, el padre ingresa en la cabaña, se recuesta sobre la cama, y se desviste con cierta dificultad (tiene un brazo tullido). En segundo lugar, su hija lo ayuda a vestirse, mientras las patatas se cocinan sobre un horno a leña. Acto seguido, se sientan ambos a la mesa: el padre come su patata aún caliente con mucha ansiedad, quemándose las manos y la boca, para luego levantarse rápidamente de la mesa y sentarse delante de la ventana, donde se queda contemplando el árido paisaje que rodea a la cabaña. Mientras tanto, la hija come pacientemente y luego levanta la mesa. En Persona (1966), Ingmar Bergman reproduce dos veces el mismo diálogo, pero desde un ángulo diferente en cada oportunidad. Si aceptamos por convención que en El caballo de Turín todos los días son “el mismo día”, podría decirse también que Béla Tarr realiza la misma operación fílmica, aunque la reproduce seis veces y con una mayor variedad de ángulos visuales.

Ahora bien, no todos los días son realmente el mismo día. La desoladora rutina del hombre y su hija es interrumpida abruptamente en dos oportunidades. A mi juicio, ambos episodios tienen un significado capital para la interpretación del film. En el primer episodio, alguien golpea la puerta. Se trata aparentemente de un campesino que habita una cabaña próxima: viene a pedirles un poco de palinka. Mientras la muchacha se ocupa de llenar la botella vacía, el nuevo personaje se sienta a la mesa y mantiene un curioso diálogo (aunque llega a ser casi un monólogo) con el dueño de casa. Como si presentara un insólito informe sobre el mundo exterior, afirma que la humanidad sufre una total degradación. Según sus propias palabras, no se trata en este caso de un súbito cataclismo, que eventualmente podría ser compensado por la ayuda humanitaria, sino más bien de un proceso de descomposición que surge como inevitable consecuencia de las decisiones humanas (aún cuando pueda intervenir también la voluntad de Dios). “El hombre es la criatura más horrible que puedas imaginar”. En el mundo todo ha sido comprado, todo se ha transformado en una vil mercancía. El universo es un gigantesco mercado donde todo se compra y se degrada. Manosear y degradar al hombre para luego poder comprarlo: éste ha sido el procedimiento que ha prevalecido en el mundo durante siglos. Este procedimiento se aplica a veces con amabilidad, a veces con violencia. Los propietarios del mundo pueden comprar todo (los sueños, el cielo, la naturaleza, el silencio, la inmortalidad) y corromper las expresiones más nobles de la especie humana. Hasta los hombres más dignos han tenido que aceptar las mezquinas leyes de quienes gobiernan el mundo y admitir finalmente que Dios no existe. Esos hombres debieron aceptar también que no hay nada bueno ni malo. Exhaustos y sin fuerzas “como el fuego que dejó de arder en el prado”, han llegado a poner en duda su propia existencia. Todo lo grande, lo excelente y lo noble ha sido manoseado hasta quedar convertido en nada. El dueño de casa lo interrumpe para decirle que su monólogo le parece delirante. La botella de palinka ya está sobre la mesa: la muchacha se ha encargado de llenarla. El enigmático personaje hace un gesto de resignación, deja unas monedas sobre la mesa y sale de la cabaña. Sin cortes de edición, podemos observar que la cámara se desplaza hasta los vidrios de la ventana para lograr un prolijo encuadre de su figura que se aleja en medio de las ráfagas de viento. Camina con dificultad (con la ayuda de un bastón) y se detiene a beber un poco de palinka, mientras la muchacha lo observa a través de la ventana. Béla Tarr pone en la boca de este personaje un profundo diagnóstico de la postmodernidad con apariencia de delirio y con claras resonancias del discurso nietzscheano. La escena proporciona, sin lugar a dudas, una descripción apocalíptica del mundo exterior bajo la forma de una inevitable degradación de los valores más nobles y elevados.

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El segundo episodio significativo ocurre al tercer día. El hombre y su hija advierten en el horizonte el movimiento de un carruaje que se aproxima. Se trata de una familia de gitanos. El padre (sentado aún en la mesa) emite una orden que su hija debe obedecer: tiene que salir y echar a los gitanos de la propiedad. Mientras tanto, los gitanos se han detenido junto al pozo a beber agua. La muchacha se acerca para expulsarlos con ademanes y gritos. Una de las mujeres gitanas le dice que tiene los ojos del diablo. A su vez, los hombres la invitan a acompañarlos en un viaje incierto por América. “Ese lugar te gustará”, afirma uno de ellos. La muchacha se resiste y los aleja a empujones. Luego, se acerca su padre con un hacha en la mano. Con estridentes insultos, los expulsa de sus tierras. Mientras tanto, el más viejo de los gitanos se acerca a la muchacha y le regala un libro, como un gesto de agradecimiento por el agua que han extraído del pozo. Los gitanos suben al carruaje y se alejan con terribles maldiciones. “¡Eres débil, eres débil!”, le gritan al dueño de las tierras y profetizan su muerte. La muchacha ingresa nuevamente a la cabaña, levanta la mesa y comienza a leer el libro. La muchacha lee cada palabra en voz alta, articulando las sílabas con notable dificultad. El libro habla de lugares sagrados destinados a prácticas religiosas. En esos lugares está prohibida cualquier práctica extraña a la santidad. A pesar de todo, se sabe que esos espacios son violados frecuentemente por las acciones injustas y escandalosas de los hombres. Por ese motivo, sería necesario suspender las prácticas habituales y llevar a cabo una ceremonia de arrepentimiento. El libro describe a continuación los detalles de esa ceremonia. La muchacha lee siempre con dificultad, apoyando el dedo sobre la página. Nuevamente, este episodio nos habla de un mundo envilecido y corrupto. Ni siquiera los lugares sagrados están a salvo del proceso de corrupción generalizada. Por otra parte, los gitanos, pueblo nómade por antonomasia, representan para la muchacha la posibilidad de abandonar el viejo continente europeo (origen de la civilización occidental) y conocer América (que, desde su descubrimiento, ha inspirado las más diversas utopías de felicidad y de progreso). De este modo, la invitación de los gitanos adquiere la forma de una promesa de salvación. Sin embargo, a pesar de esa promesa, la muchacha y su padre permanecen atrapados en el interior de una cultura europea que lentamente se debilita y se muere. El posterior intento de abandonar la cabaña queda frustrado definitivamente por la embestida furiosa del viento.

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Recientemente, la Universidad de Columbia ha publicado un libro que analiza y reconstruye toda la filmografía de Béla Tarr (András Bálint Kóvacs: The Cinema de Béla Tarr. The Circle Closes, Wallflower Press Book, Columbia University Press, New York, 2013). Según el autor de este libro, Béla Tarr es un buen ejemplo de un realizador en la era del arte globalizado, para el cual el eclecticismo postmoderno de la década del setenta y del ochenta fue justamente un punto de partida. En esta era no puede hablarse de “autor” en el sentido de alguien que inventa una solución narrativa o estilística original que se transformará en la marca de su autoría. Más bien puede decirse que la identidad de un autor surge de la peculiar combinación de soluciones ya existentes. En este sentido, la “originalidad” del denominado cine dogma, por ejemplo, no puede compararse con la originalidad de realizadores como Fellini, Antonioni o Godard. Del mismo modo, no hay nada nuevo (técnicamente hablando) en el cine de Béla Tarr, a excepción de una particular combinación idiosincrática de normas estilísticas ya existentes: su sutil renovación de ciertos tópicos y efectos estéticos. Por otro lado, más allá de su valor estético, el significado de las películas de Béla Tarr se encuentra en su profunda visión sobre la realidad de Europa del Este y su singular situación histórica. Según Kóvacs, sus películas representan en un lenguaje universal los sentimientos de decepción y de fracaso que afectan a millones de personas que habitan esa región. Esta visión negativa del mundo es compartida, además, por los habitantes de otras regiones del mundo. De forma más general, podría decirse entonces que el núcleo medular del cine de Béla Tarr es la representación de la condición humana como una trampa de la cual resulta imposible escapar. Kóvacs señala, además, que la estructura circular de la trama y la extrema lentitud narrativa son precisamente las herramientas estilísticas que Béla Tarr pone al servicio de ese tipo de representación.

No obstante, El Caballo de Turín constituye incluso una anomalía dentro de la propia carrera del director. Desde su primera exhibición en el Festival de Cine Internacional de Berlín, este film generó desconcierto y controversia entre los miembros de la crítica especializada. Por ese motivo, la película obliga a ensayar nuevas estrategias de interpretación, que nos impulsan más allá de los reiterados tópicos que se atribuyen al cine de Béla Tarr. Es cierto que la película puede interpretarse como una metafórica representación de la sensación de fracaso entre los habitantes de Europa del Este, como una alegórica narración sobre la impotencia más universal del hombre frente a una realidad que lo trasciende, o como una aguda mirada sobre la imposibilidad de la comunicación humana. En mi opinión, El Caballo de Turín es también una interesante reflexión sobre la condición humana en el horizonte de la postmodernidad. La pobreza de los personajes principales (el hombre y su hija) no corresponde únicamente a la falta de recursos materiales, sino también a una existencia desprovista de sentido que se limita a contemplar pasivamente el “fin de la historia”, sin ninguna posibilidad de cubrir el vacío dejado por la crisis de los “grandes relatos”. El fantasma del nihilismo que tanto inquietó el pensamiento de Nietzsche a finales del siglo XIX es ya una figura familiar que se pasea entre nosotros sin provocar ninguna sorpresa. Aunque sólo de forma negativa, señalando un vacío de significados que atraviesa toda la cultura contemporánea, la película de Béla Tarr puede comprenderse como una exasperante alarma que suena y nos despierta del letargo. Con su atmósfera opresiva y con su incomunicación sintomática parece advertirnos un grave peligro: en la era de la postmodernidad, los hombres ya no tenemos nada que hacer y nada que decir.

Por Luciano Corsico

Más información sobre la película en IMDB

lucianoDoctor en Filosofía. Universidad Nacional de Rosario.

Colaboraciones para el blog

El caballo de Turín