Category: Inéditas


Snowpiercer (2013)

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El tren de la historia

Un fallido intento de resolver el problema del calentamiento global convierte al mundo en un freezer en el que solo sobreviven los pasajeros de un tren, creado cual arca de Noé por el único que vio venir el desastre. En esta cercana distopía (corre el año 2031 y hace 17 que se inició el apocalipsis) hay lugar para una elite clasista que ocupa los confortables primeros vagones y una corriente combativa que se amontona en los últimos. El conflicto está servido para esos restos de Humanidad en vías de extinción.

La trama es literalmente lineal. Quizás no haya que enfocarse tanto en lo en lo ofrece como en lo que niega. Aquí saludablemente se esquiva todo flashback explicativo de la psicología de los personajes o de las circunstancias que los llevaron a ese lugar tan acotado. Pero el mayor acierto esta dado en coquetear con todos los lugares comunes del cine de hollywood (el líder individual intachable, los ricos malos contra los pobres buenos, la disyuntiva entre salvar a un ser querido o cumplir con el objetivo trazado, y un larguísimo etcétera) para ir traicionándolos uno a uno con resoluciones que se salen del carril esperable. Es entonces cuando las referencias más obvias del cine pochoclero (Titanic, El día después de mañana, y sobre todo Elysium)  pierden sentido y Bong Joon-Ho, el director de la extraordinaria The Host recupera su lugar de autor. Su hábil manipulación replica en ese coqueteo con el cliché su propio lugar de artista consagrado volcado al cine industrial, encarando la película de mayor presupuesto de la historia de Corea, con producción norteamericana y hablada en inglés. Tantos elementos contraindicados para sostener una mirada propia encuentran en este caso una resolución sin barreras. Aunque claro, ya se habla y se discute un corte distinto para el mercado americano.

Por Fernando Herrera

Más información sobre la película en IMDB

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Balada de un hombre común

Quien sabe que hubiera sido si hubiera podido ser.  En 1970, un ignoto albañil de Detroit que compone como Dylan llega a grabar dos discazos que nadie escucha. Nadie de su tiempo y de su lugar. Pero por causas y azares de un destino que no entraría en ningún guión de ficción por retorcido (ni siquiera uno de los Coen), sus temas llegan a la Sudáfrica del Apartheid y las copias truchas de sus discos venden más que el mismísimo Elvis, transformándolo en nada menos que el artista más popular de ese país, y, de paso, en un ícono de resistencia frente a la opresión de un sistema injusto para toda una generación que creció con su música.

Pero claro, él nunca llega a enterarse.

Searching for Sugar Man juega con gusto el as en la manga de esa historia extraordinaria, y se reserva más sorpresas en el camino.  Malik Bendjelloul, el director sueco que ganó un Oscar por esta película, muestra sabiduría para administrar la información sobre ese desconocido que siguió con su vida de albañil y del que después ya no se supo nada más que su poco marketinero nombre, Sixto Rodriguez. Y lo hace desde el punto de vista de los fans sudafricanos que crecieron con sus temas y que quieren saber que fue de él, o por lo menos como murió, porque sobran las versiones y lo que parecía el final de la historia se transforma en el principio.

Pocas veces se ha visto un documental con semejantes vueltas de tuerca.

Como si fuera un eslabón más en la cadena de ocultamientos, la película no se estrenó en cine en Argentina, ni está disponible oficialmente en DVD, a pesar del Oscar y del consecuente éxito que la llevó a triunfar en varios países. Este jueves a la noche, por fin, una función especial de Lets Dance se ocupará de esclarecer este misterio.

Por Fernando Herrera

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Estrellas de la muerte

En The Pervert´s guide to cinema Slavoj Zizek se refiere a la dimensión de lo obsceno citando como ejemplo una escena de la segunda parte de Iván el terrible, el clásico de Sergei Eiseinstein de 1958. La escena a la que hace referencia el filósofo esloveno es aquella en la que la coronación de Ivan se transforma en una suerte de comedia musical, con sus sicarios bailando y cantando alegremente. El terror se codea con la risa y se acerca al humor grotesco, justo como en una pesadilla.

The act of Killing, de Joshua Oppenheimer es la crónica de esa pesadilla que aún sigue vigente en Indonesia, y latente y agazapada en muchos otros lugares del mundo. El terrorismo de estado ha triunfado y quienes se ocuparon del trabajo sucio son considerados héroes, verdaderas estrellas pop que se pasean por los programas de televisión relatando sus hazañas de veteranos de guerra.

La mejor manera de acercarse a lo que esto implica es imaginar una Argentina en donde el llamado Proceso de reorganización nacional sigue más vigente que nunca y la gente como Astiz o Scillingo puede contar sus experiencias en el programa de Susana Giménez. Pero quizás lo más saludable sea no acercarse tanto, mantener cierta distancia para que la experiencia sea soportable.

Aún en ese contexto sumamente favorable hay remordimientos. El nudo de la película pasa por tratar se asomarse a lo que pasa por las cabezas de estos protagonistas que deambulan por una realidad que los aplaude. Pero una cosa es la realidad y otra cosa es lo real, que  sigue quedando lejos, y en los ocasionales momentos en los que se hace presente se vuelve casi imposible de asimilar.

Pancasila es el nombre de la organización paramilitar responsable del asesinato de cientos de miles de presuntos comunistas en la década del 60. Como ha pasado suficiente tiempo, es hora de preservar su legado para nuevas generaciones. Está claro que la historia la escriben los que ganan.

El documental se propone en principio como vehículo para recuperar ese relato y para ello se vale de múltiples medios, desde el testimonio directo hasta las recreaciones de las supuestas hazañas, que hollywoodizan la memoria hasta puntos impensables, sirviéndose de todos los géneros, incluyendo la comedia musical. Y lo hace usando a favor la absoluta confianza de quienes no tienen nada que ocultar, todo lo contrario, y en el mejor de los casos evalúan algunos de sus actos como males necesarios.

Ver que es lo que ocurre en una sociedad en donde esas son las reglas del juego resulta tan fascinante como revulsivo. Pero el notable trabajo de Oppenheimer va más allá, encuentra siempre el tono exacto para acercarse a sus protagonistas hasta límites impensables y una vez allí develar los dilemas que los acosan a pesar de todo. En esas hendijas existenciales encuentra su extraordinario valor agregado. Esos pliegues y repliegues de conciencia son el verdadero viaje al corazón de las tinieblas.

Por Fernando Herrera

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AQUELE QUERIDO MES DE AGOSTO 1

Cuentos de Verano

El pop como parte del paisaje (literalmente) inunda y dota de sentido y sinsentido esta maravillosa trampa que es Aquel querido mes de agosto, supuesto documental de aspecto intrascendente sobre las costumbres de los pueblos del interior portugués que, de manera casi imperceptible, deviene en ficción rohmeriana de amor de verano.

Hay que esperar casi una hora de metraje para confirmar la sospecha de que aquéllo que estamos viendo no es lo que parece, y esa invocación a la paciencia es un gran riesgo calculado por el director Miguel Gomes, quien va orquestando (detrás y a veces hasta delante de cámara) los acontecimientos que se suceden como pistas, con un montaje tan pausado como preciso, retratando el calor con frescura.

Y no es tarea sencilla. Un relato fragmentado, relevamiento musical (y cursi) de fiestas populares, viñetas sin conexión aparente, van mutando en melodrama romántico, en un ejercicio de amable deslizamiento.

La magia que propone se materializa en planos convencionales, testimoniales, en donde se va colando algún elemento de ficción. Hay más de una gran escena escondida en los límites de esas imágenes simples, y uno descubre la trampa y se deja estafar con gusto.

La escena final, con las quejas del sonidista porque el micrófono capta sonidos que no deberían estar allí, es el resumen de la tesis de Gomes: la realidad es inabarcable, pero aquéllo que encontramos cuando salimos a buscarla sigue valiendo la pena.

Por Fernando Herrera, publicado originalmente en Espacio Cine

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Entrevista a Miguel Gómes

Tabú (1931)

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El pecado original

Se suele hablar, con mucha liviandad la mayoría de las veces, del antes y el después que marca una gran obra de arte.  Son tantas las cosas que nacen y mueren con el estreno de Tabú que no es descabellado en este caso apelar a esa vieja fórmula.

Por empezar, había muerto el cine mudo, y esta película se transforma, junto a Luces de la ciudad de Chaplin, del mismo año, en una de las últimas maravillas de ese período.  Pero también muere el mismísimo director, F. W. Murnau, en un accidente, cuando se disponía a asistir al estreno del film.

Y, claro, nace su propio mito.

Nace también el cruce del documental y la ficción, adelantándose por varias décadas a la tendencia actual a borronear esas fronteras. En esto mucho tiene que ver la presencia de Robert Flaherty, co-director del proyecto hasta su partida por diferencias artísticas. Flaherty ya lo había anticipado en la extrordinaria Nanook el esquimal (1922). Murnau había hecho nada menos que Nosferatu el vampiro en el mismo año en Alemania, y su paso a Hollywood, lejos de atenuar sus inquietudes, derivó en la creación de su gran obra maestra, Amanecer (1927).

Ambos emprendieron la aventura de ir a rodar a los mares del sur una película inclasificable, que abruma acumulando verdades y artificios y amaga con ponerse específica al describir las costumbres de los habitantes de Bora-Bora para detenerse en una historia de amor trágico y universal.

Basta con ver su poético final para comprender que tantos intereses contradictorios no hicieron más que generar cine en estado puro.

Por Fernando Herrera

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La importancia de llamarse Néstor

En estos días se dio a conocer la «otra» versión de la película de Néstor, a cargo de Adrián Caetano, proyecto que quedó en la nada (o al menos eso parecía) y que terminó con la salida de Caetano y la llegada de Paula De Luque para ponerse al frente de la versión conocida y estrenada del documental.

Resulta interesántisimo tener la posibilidad de comparar las dos versiones, que poco tienen en común, más allá de su punto de vista favorable sobre el ya mítico ex-presidente. La de Caetano invita a pensar con su permanente ida y vuelta en el tiempo, manteniendo una marca autoral, mientras que la de De Luque cambia la supuesta idea original de un documental sobre Kirchner por la más simple de un institucional sobre el kirchnerismo, hecho con criterio y eficiencia (y sin duda recursos de sobra), y apelando a la emoción y al testimonio directo. Se podrían enumerar las diferencias entre ambas versiones, pero ya lo ha hecho mejor Diego Lerer en su blog.

En los links que siguen se pueden ver las dos versiones, que no son las definitivas. La de De Luque es prácticamente lo mismo que se estrenó, sólo faltan detalles, pero se nota que la de Caetano es un poco más que un borrador. Entre lo que si quedó en común hay dos momentos que no podían omitirse, la bajada del cuadro de Videla y una explicación de la concentración de los medios hecha tiempo atrás por el mismísimo Lanata. La música, en los dos casos, es de Gustavo Santaolalla, con mucho de Diarios de Motocicleta, y una participación menor con Caetano y omnipresente con De Luque, marcando la distancia que va del comentario al subrayado.

La versión de Caetano

La versión de De Luque

Por Fernando Herrera

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La parte del león (y muchas otras partes)

¿Cuántas películas caben en una sola película? En esta suerte de aleph bonaerense que es Historias extraordinarias de Mariano Llinás entran por lo menos una trilogía de suspenso completa -con infinidad de locaciones entre Pigüé y Mozambique-, otra película de neto corte melódico romántico, y hasta otra más de nazis perdidos. De todas maneras, cualquier intento de asomarse al contenido por enumeración hace que uno se quede corto, muy corto.

En el Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore los besos eran prolijamente censurados y en una secuencia memorable un personaje se encargaba de devolver esos momentos a la pantalla grande, todos juntos. Viendo la película de Llinás queda la sensación de que alguien le anduvo escamoteando las líneas argumentales al llamado “nuevo cine argentino” sólo para poder devoverlas ahora y pasar a cobrar el rescate.

Y, si bien hay que admitir que apuntando en todas direcciones es imposible acertar todos los tiros, el procedimiento de perdigonada le permite a Llinás agotar su propia fórmula, llevarla hasta sus últimas consecuencias y generar el milagro de entretener durante cuatro horas (y dos intervalos) sin diálogos, casi sin actores profesionales y, sobre todo, sin dinero, conformando una suerte de apología de la producción a bajo costo, altamente estimulante para quien quiera embarcarse en las extraordinarias aventuras que implican la realización de cualquier film.

Por Fernando Herrera

(publicado originalmente en Espacio Cine en el año 2009)

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